LA PROPINA DEL CAMARERO

El altivo señor bigotudo extendió un billete al camarero para asegurarse de que este lo había entendido. El camarero asintió reverencialmente y el señor bigotudo levantó su mano en la que sostenía un anillo plateado que relucía ante las luces del restaurante.
El anillo es lo de menos; si lo pierde, llámeme al número que le he facilitado y encargaré otro en seguida. Lo más importante es que sea usted preciso. Si quiere más dinero para hacerlo bien, pídalo, y si no lo va a hacer o piensa dejarle la tarea a otro, dígalo. No quiero fallos, quiero precisión.
Sí, señor.
El hombre bigotudo estudió durante unos momentos el rostro del camarero mientras decidía si podía fiarse de él. Unos instantes después le dio el anillo plateado y le repitió de nuevo lo que tenía que hacer para asegurarse de que lo recordaba; entonces, sin dejar de estudiar el rostro del camarero, salió del restaurante.
El camarero, que se llamaba Jesús del Pozo, se guardó en el bolsillo el anillo y volvió a su trabajo. Limpió varias mesas y colocó las sillas en su sitio, atendió a otros clientes no tan exigentes, llevó platos y anotó pedidos, todo con el anillo en el bolsillo. Entre tarea y tarea se cercioraba de que seguía allí, temeroso de que se deslizara fuera del pantalón cuando caminaba de la barra a la mesa con premura. Aquel señor le había explicado paso a paso lo que quería que él hiciera con el anillo esa misma noche para sorprender a su futura esposa y se había asegurado de darle una buena propina. En un restaurante como aquel los clientes se permitían el lujo de ser tratados particularmente.
Jesús del Pozo consideraba que su tarea para con este hombre no era nada complicada; al contrario, le parecía algo ridículo. Llegada la media noche debía ser él quien le pidiese matrimonio a la mujer del señor bigotudo. ¿Por qué? No lo sabía. Los camareros no preguntan, asienten y aceptan la propina del cliente.
Era la hora de la comida y el restaurante estaba lleno. Jesús del Pozo iba de un lado a otro atendiendo a todos los clientes. Sopas, copas, vinos y filetes en las mesas. Con seis platos en sus brazos cruzaba el restaurante y volvía con ocho. Al final de la comida, invitaba a los clientes a un café o un licor de hierbas mientras intentaba no olvidar las exigencias de los niños pequeños de la mesa cinco.
Y con tanto revuelo, dejó de revisar si el anillo estaba en su bolsillo.
Pasó la hora de la comida y poco a poco los clientes terminaban la sobremesa y se levantaban. Jesús limpiaba las mesas libres y volvía a disponerlas limpias para las cenas de la noche. Por fin pudo relajarse un rato y comer. Tenía tiempo libre hasta la noche y se fue a casa.
No recordó el anillo hasta ver entrar por la puerta al que era su cómplice acompañado de una mujer regordeta y sonriente. Les recibió y les acompañó a su mesa, sin atreverse a tocar con su mano el bolsillo donde debía estar el anillo por miedo a que el señor bigotudo percibiera su inseguridad, pues la mirada de este, disimulada por la situación, era introspectiva. Les tomó nota y cuando se alejó de ellos Jesús del Pozo tocó su bolsillo.
Pero el anillo no estaba.
Un sudor frío empezó a recorrer la frente de Jesús mientras atendía a otros dos clientes con una sonrisa. ¿Cómo podía haberlo olvidado? La idea del anillo había desaparecido de su mente sin que se diera ni cuenta. ¿Dónde podría estar? Mientras acompañaba a otra pareja pensaba en lo que había hecho aquel día. No se había cambiado de ropa ni había estado haciendo el pino como para que el anillo desapareciera de esa manera. Los clientes y su jefe no paraban de mandarle cosas que él tenía que ejecutar al instante mientras pensaba dónde podía encontrarse el anillo y una ansiedad se instauraba en su pecho haciéndole respirar rápidamente.
Entonces lo vio, rodando por el suelo hacia la cocina. Jesús se quedó paralizado durante un instante. ¿Qué hacía el anillo rodando hacia la cocina?
Quiso entrar, pero el restaurante estaba lleno y no tenía ni un segundo de respiro. Constantemente servía unos platos y retiraba otros, acompañaba a clientes a sus mesas reservadas y les sonreía mientras una angustia le invadía la garganta. Las doce se acercaban y el anillo no estaba en su bolsillo. Cuando pasaba al lado del señor bigotudo este le sonreía, sabiendo que eran cómplices, y Jesús del Pozo le correspondía, demasiado acostumbrado a aparentar serenidad como para mostrar algo de angustia en su trabajo. Sin embargo, por dentro sus nervios se agitaban como cuerdas de tender en un día de tormenta.
Media hora para las doce. Treinta minutos para entrar en la cocina y buscar el anillo que hacía ya un rato había entrado rodando en ella inexplicablemente. Tras su sonrisa elegante y su apariencia serena, dentro del cuello que apretaba su pajarita, muchas preocupaciones se acumulaban sin llegar a ser calmadas: ¿qué pasaría si le decía al hombre bigotudo que no tenía su anillo? ¿Perdería su trabajo? ¿Habrá encontrado algún cocinero el anillo? ¿Lo guardaría para él o tendría el buen corazón de dárselo? ¿Cuándo encontraría un minuto para entrar en la cocina? Estas preguntas y muchas más que no tenían respuesta pasaban por la mente llena de ansiedad de Jesús del Pozo, que sonreía mientras llevaba los platos de la mesa dieciséis.
No pudo sonreír, sin embargo, cuando dos niños que corrían entre las mesas le hicieron perder el equilibrio y con él los seis platos que llevaba en sus brazos, que cayeron al suelo con un tremendo estrépito. Todos le miraron en ese momento, también el hombre bigotudo. Las aletas de su nariz se abrieron al respirar profundamente, tratando de contener los nervios. La madre de los niños se acercó a pedirle disculpas.
No se preocupe, ahora mismo lo recojo y aquí no ha pasado nada.
Mientras pronunciaba estas palabras y volvía a sonreír servilmente, sintió que algo en su cuello se hinchaba mucho. Pensó, para tranquilizarse, que al llegar a su casa gritaría sin preocuparse de si los vecinos se despertaban o no, y siguió trabajando.
Tuvo entonces la oportunidad de entrar a la cocina para pedir que se recogiera el desastre del pasillo. Recorrió con la mirada todo el suelo de la cocina poblado de pies que se movían de un lado a otro con rapidez, queriendo vislumbrar el resplandor plateado del anillo, pero no lo encontró. Permaneció más tiempo allí del que sabía que debía estar, intentando disimular mientras miraba por todas partes, angustiado por la idea de que alguien lo hubiera encontrado. Miró al personal tratando de entrever un atisbo de felicidad, una marca de que algo le había sucedido a alguno de ellos, pero tan pronto se fijaba en uno, otro le parecía sospechoso.
Después de dos minutos en la cocina salió. Quedaban quince para media noche.
Jesús del Pozo vio a la señora que limpiaba el suelo lleno de comida que iría a la basura y de platos rotos. Al recoger un pescado asado por la cola la mujer encontró algo plateado que se guardó en el bolsillo. Jesús del Pozo se dirigió a ella, pero los clientes de la mesa de la derecha requerían de más vino; los de la izquierda pedían pan; más adelante pidieron más comida, y cuando el desdichado camarero quiso darse cuenta la mujer ya había recogido el suelo.
Sirvió todo lo que le habían pedido. Aguantó su angustia todo lo que pudo hasta que tan solo quedaban cinco minutos para media noche y el hombre bigotudo lo miraba sonriente. Sin atender a las mesas que intentaban pararle, Jesús avanzó hasta la cocina, entró en ella y vio a la mujer que había cogido el anillo lavando platos.
Perdona, pero creo que has encontrado un anillo antes.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
¿Un anillo?
Sí, uno plateado. Es de un cliente que está cenando esta noche en el restaurante, me pidió que se lo entregara a su mujer a media noche.
Ella siguió lavando los platos.
No sé nada de ningún anillo.
Pero él sabía que lo guardaba en su bolsillo derecho.
Vamos, por favor, sé que lo tienes. No quiero perder este trabajo. Te lo estoy pidiendo por favor.
Ella no le hacía ningún caso. Apenas quedaban tres minutos para media noche y el tono de Jesús del Pozo se volvió más brusco. Sentía un tic en el parpado mientras gritaba y la angustia de su garganta daba a sus gritos un tono desesperado:
¡Dámelo! ¡Sé que lo tienes en el bolsillo derecho! ¡Dame el anillo o te haré pagar las consecuencias!
Uno de los cocineros que estaba cortando un nabo se impresionó tanto por los gritos que se rebanó tres dedos de pronto y empezó a gritar como un loco. Corría de un lado a otro sin saber qué hacer para detener el sangrado mientras manchaba la cocina de un rojo intenso.
Jesús del Pozo, sin embargo, solo quería una cosa: recuperar el anillo, y gritaba a la mujer mientras la agarraba como podía para meter la mano en su bolsillo. Ella se resistía y pedía ayuda, pero el otro cocinero asistía al que se había cortado los dedos. El humo invadió la cocina pues nadie atendía las sartenes calientes. Todos gritaban: uno por haber perdido tres dedos, otro por querer recuperar el anillo del hombre bigotudo, la otra porque el camarero enloquecido le daba miedo y el último para hacer reaccionar a su compañero, que de ver tanta sangre se desvanecía.
Dieron las doce cuando la primera sartén empezó a arder y Jesús dejó que la mujer se desasiera de sus manos y saliera corriendo. Debajo del reloj de la cocina se encontraban los tres dedos que el cocinero, ahora desmayado en el suelo, había perdido, y en uno de ellos brillaba un anillo plateado. Jesús del Pozo lo sacó del dedo ensangrentado, lo limpió con el pañuelo que llevaba siempre en su brazo derecho y se lo guardó en el bolsillo. Con el rostro salpicado de unas pequeñas gotitas carmesí, el obediente mesero salió de la cocina y se dirigió al hombre bigotudo. Todos los clientes miraban en dirección a la puerta de la que salían humo negro y gritos disonantes.
Se plantó ante el hombre bigotudo y su acompañante sonriendo de forma macabra. Inclinó la cabeza ante su cómplice mirándole con los ojos desorbitados.
Señora, espero que haya disfrutado de la cena —dijo cordialmente—, y espero que disfrute más todavía del postre que su acompañante ha preparado para usted.
Sacó entonces el anillo plateado que esta vez reflejó rojos destellos. Por fin, todo había salido como tenía que salir.





OJLC
 Original de Óscar Julián López Carpio
Escrito y firmado por Óscar Julián López Carpio
©Reservados todos los derechos

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Woo!! A través de este fragmento se pueden aprender muchas cosas, él se enfocó solamente en su objetivo mientras se armó una algarabía por el anillo, me gustó mucho, tiene muchas enseñanzas
Unknown ha dicho que…
No es bueno dormirse en las palabras , es facil no pueda llegar el lector al final
¡Qué bien que te haya gustado! Lo cierto es que se monta una gorda para que todo salga como tenía que salir...

Muchísimas gracias por la lectura por el comentario. Lo aprecio enormemente.
Aprecio tu comentario y tu crítica. Muchas gracias, me ayuda a mejorar mi escritura.
María de Magdala ha dicho que…
Está muy bien la historia, yo me había imaginado que ibas a llegar a otro final, pero está entretenido y bien redactado.
Muchísimas gracias por la lectura y la aportación. ¿Qué final esperabas?
María de Magdala ha dicho que…
No es que lo esperara, cuando me vino a la mente que el señor ese por la forma en que lo describes, no tenía buena intención, y me imaginé que cuando el camarero fuera a darle el anillo, el señor grabaría la acción y la acusaría de infidelidad para conseguir algo, no sé... 😂 La trama en si, de tu relato tiene un mensaje y eso es lo importante
Guau, nunca me había imaginado esa trama. Te agradezco que la hayas compartido conmigo.

Al fin y al cabo, lo que sienten y piensan e imaginan mis lectores cuando me leen es lo que mi texto les provoca.

Gracias por tus comentarios. Estoy preparando una carta acerca de a imaginación. Te invito a unirte a mi newsletter.
María de Magdala ha dicho que…
Ok, de acuerdo.
Inblogformista ha dicho que…
Una narrativa estimulante. No dejes de crear.

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