ELÍAS EL QUE TIEMBLA

La cama se movía como si dos jóvenes retozaran en ella sin pudor; como si muchos perritos subieran y bajaran de ella, juguetones; como si un terremoto meneara el edificio como una niña asustada menea a su madre dormida; o como si un niño no pudiera dejar de temblar. Nuestros ojos lectores no son capaces todavía de discernir el motivo, ya que una manta cubre la muy posible camada de perritos agitados y peludos. Lo que sí podemos ver es el evidente y constante movimiento que en la cama se está dando.

Dos pies se destapan y quedan colgando al borde de la cama; qué pena, descartamos la idea de los perritos. ¿Les gustaba? ¿A quién no? Pero nuestra historia no trata de perritos, se lo digo yo, que soy su narrador. Espero, como narrador, que no trate tampoco de un terremoto, pues el inconsciente se ha quedado quieto, con los pies colgando. ¡Corre, condenado, pues podrías morir aplastado!

Los pies, sin embargo, siguen colgando. Tal vez me haya apresurado; no parece que ningún terremoto esté derribando el edificio. ¿Qué más opciones nos quedaban? ¡Ah, sí! Pueden ser dos jóvenes retozando o un niño que no puede dejar de temblar.

Por favor, por favor, que aparezcan otros pies.

Pero no; es, efectivamente, un niño que no puede dejar de temblar. Fíjense bien, pues no para ni un segundo. Elías el que tiembla se levanta de la cama y se dispone a prepararse para ir al colegio.

Y os preguntaréis, ¿por qué tiembla? Eso mismo querría saber yo, los médicos que atienden y examinan minuciosamente su cuerpo, y hasta el propio Elías. Sus temblores constantes son una incógnita para la medicina; nunca han podido ofrecerle una solución. Lo cierto es que Elías tiembla, aunque no esté nervioso, ni tenga miedo, ni tenga que hablar en clase delante de todos sus compañeros. Elías nació temblando de pies a cabeza. Es un temblador nato.

Temblando como solo él sabía temblar, Elías se preparó para ir al colegio: su madre le hizo el desayuno, le vistió, metió en la mochila los libros de las asignaturas correspondientes y salieron de casa. Elías, con el sueño que tenía, había de preocuparse exclusivamente de dos cosas aquellas mañanas: desayunar sin derramar el vaso y no olvidarse de su piedra rectangular.

Su piedra rectangular era lo más preciado que Elías poseía y, además, lo único que lograba calmarle un poco los temblores cuando estos eran más agresivos. La llevaba siempre encima a modo de salvavidas y acudía a acariciar su superficie lisa cuando un adulto se dirigía a él, cuando un perro le ladraba en la calle o cuando se sentía el centro de atención. En definitiva, su roca rectangular le ayudaba en los momentos en los que se sentía más débil e indefenso. No os confundáis, lectores. No os imaginéis a un Elías que no tiembla, pues Elías siempre tiembla. Su roca, simplemente, le ayuda en los peores momentos, en las rachas de temblores más agresivas.

Y no es para menos, teniendo en cuenta la manera en la que Elías la encontró. Hay piedras que se pueden encontrar en bosques, en playas, en el suelo de cualquier lugar del mundo. Hay piedras que se encuentran en el fondo del mar; otras, expuestas en un escaparate. Algunas piedras se desprenden de los edificios o murallas a las que pertenecían, o salen de otras más grandes. Ninguno de estos era el caso de la piedra rectangular de Elías.

Su piedra era especial porque la había encontrado en sueños, una noche de tantos temblores que hasta la pantalla de su visión onírica se tambaleaba. Fue una suerte; tal vez sin la piedra no habría dejado de temblar en sueños y lo hubiera pasado fatal. Desde este acontecimiento que marcó su infancia, Elías siempre (y siempre quiere siempre decir siempre) la llevaba encima.

Entre temblores y lecciones de la profesora, llegó la hora del patio.

Elías no acostumbraba a hablar con nadie, principalmente porque le daba vergüenza y sus temblores se acentuaban tanto que llegaban hasta su voz y comenzaba a tartamudear; pero había niños y niñas que, de cuando en cuando, se acercaban a él para que no estuviera solo con su piedra rectangular.

Lucrecia era la niña que más le gustaba a Elías. Siempre le sonreía, incluso cuando había gente cerca y, mientras se retorcía sus manitas, le preguntaba por el estado anímico de su piedra. Él la respondía que su piedra se encontraba perfectamente y los dos se ponían rojos como tomates; entonces ella salía corriendo mientras le decía adiós con la mano. Los días en que esto sucedía Elías quedaba tan abstraído cuando ella se iba que temblaba sin pensar. Aquellos días el sol brillaba indiscutiblemente para él, el viento era palpable como la seda de una sábana suave y limpia, y el resto de las personas no atormentaban la infantil existencia de Elías.

Pero el día que les narro, lectores, es un día fatídico.

Lucrecia no se acercó a hablar con él en la hora del patio; en su lugar, se acercaron las tres personas con las que menos querría hablar Elías. Sus nombres eran desconocidos, pues los profesores se dirigían a estos tres alumnos por sus apellidos. Eran repetidores, mayores y… bastante feos.

¡Ay de mí! ¡Ay! ¡Ay! ¡Que tenga yo que narraros estas cosas! Vosotros, que sois lectores, no lo entendéis, pero para un narrador como yo, que me atengo a la verdad, es doloroso no mostrar un cuadro más vivaz y alegre. ¡Ay de este pobre narrador! ¡Tuviste que caer en esta historia, que es ruin y horrorosa!

No pienso ser muy explícito, pues tengo cierta aversión a la violencia verbal y física. No por ello dejaré de ser un buen narrador; los tres se metieron con Elías, empezando por insultarle, aludiendo a sus temblores y a su debilidad natural. Elías, que es puro y no sabe responder a una pregunta sin ponerse en el lado del otro, temblaba tanto que si se hubiera encontrado en el interior de una maraca a escala la estaría haciendo sonar debidamente. El inocente infante no encontró otra salida y sacó su preciada piedra rectangular del bolsillo, todo con tal de tranquilizarse y rebajar la intensidad de sus temblores pero, cuando los tres alumnos mayores la vieron, un nuevo objeto de burla fue añadido al acoso. No faltaron citas a su madre, ni a su fealdad al nacer. Todas las barbaridades que pudieron imaginar fueron dichas antes de que, por falta de ideas que hicieran reaccionar a Elías, que no podía hacer otra cosa que temblar y acariciar la superficie de su piedra, le arrebataron esta de las manos y la estrellaron contra el suelo rompiéndola en mil pedazos.

¡Ay de mí, que tales desgracias tengo que contaros; mas ay de él, que en sus carnes las vivió!

Elías sin su piedra era como una taladradora puesta en marcha automática y dejada sin técnico que la controle. Sufría tal ataque de temblores que no era consciente de lo que sucedía a su alrededor: que los profesores castigaban y reñían por sus apellidos a sus tres acosadores. Debían de escucharse muchos gritos, pero él no escuchaba nada. Debía de haber mucha gente, pero él no veía nada. Debía de temblar mucho, pero cuando Lucrecia le dio la mano él corrió con ella.

En su sueño, al retirar la piedra del lugar al que pertenecía, todo se derrumbaba en un segundo para volver a la realidad; ahora que su piedra rectangular no existía, la realidad se había convertido en un espacio onírico y casi irreal. Elías corrió de la mano de Lucrecia a pesar de sus temblores. Atravesó plantas y flores y pasaron por debajo de algo, y siguieron corriendo. Le dolía todo el cuerpo al correr, y esto era lo único que sentía junto con la mano de Lucrecia rozando la yema de sus dedos.

¿Cómo? ¿Que les está pareciendo bonita esta situación? Esperen a verlo todo; convertiré, como buen narrador, un amor infantil en una tragedia gratuita.

La piedra rectangular equilibraba el mundo de Elías y ahora esta se había ido. Ahora, percibía todo su alrededor como un sueño, tan vagamente que no respondía a nada de lo que Lucrecia le decía; ¿cómo respondería, si no la escuchaba?

Tranquilo, no pasa nada. Sentémonos aquí, donde nadie nos puede ver. Yo te voy a cuidar, yo te voy a cuidar.

El tono maternal de Lucrecia no era suficiente para hacer que las orejas de Elías volvieran a funcionar, pero ella pensaba que le podía relajar.

—No pasa nada, no pasa nada. Tengo algo que te servirá.

Lucrecia pasó los dedos de Elías por algo que sacó de su mochila. Al principio Elías no sintió nada, pero poco a poco se daba cuenta de la superficie que estaba acariciando. Era fría y lisa, como la de su piedra rectangular.

—Eso es, tranquilo.

Lucrecia dejó de guiar los dedos de Elías, pues él mismo era quien ahora acariciaba la superficie de aquel objeto. ¡Pobre infeliz! En brazos de un espíritu maligno como este… ¿Acaso no ven lo que está haciendo? ¿Es que no lo ven, lectores?

—¿Sabes que tienes ocho espasmos antes del receso? Luego te relajas antes de volver a empezar. ¿Lo habías contado alguna vez?

—N-no.

—¡Vaya! Ya me hablas. Ya está, tranquilo. Yo haré que dejes de temblar.

Los dedos de Elías tocaron el borde de la superficie metálica y siguieron la línea hasta la punta.

Era el día de los santos inocentes y Elías no tenía la más mínima idea de ello. Él disfrutaba como cualquier niño de las fiestas navideñas, corriendo de acá para allá, jugando con sus juguetes nuevos, sin ser consciente de lo que sus padres tramaban. Dos coches se dirigían a toda velocidad dispuestos a estrellarse el uno contra el otro cuando Elías escuchó a su madre y dejó de jugar:

—¡Elías, ven hijo!

Dejó los coches en el suelo e, inocente, se dirigió a la cocina sin saber que era su día. Cuando entró vio a su padre grabando con el teléfono móvil y sonrió a la cámara pero al instante cambió su semblante. Su madre, que estaba cortando un calabacín, se había amputado dos dedos y sangraba sin parar.

—¡Elías, Elías, me he cortado!

Su padre seguía grabando la escena.

Elías sintió cómo sus temblores aumentaban rápidamente. Su madre le pedía ayuda, pero él no sabía qué hacer.

—¡Hijo, ayúdame, hijo!

El rostro de su padre estaba tapado por el teléfono.

Elías empezó a llorar; pensaba que su madre se desangraba. Temblando se abalanzó sobre su madre para abrazarla.

—¡No te mueras, mamá, no te mueras!

Pero su madre ya no gritaba. Estaba riéndose. Su padre también se reía. Se reían tanto que no podían hablar. Elías miró la mano de su madre y vio que no estaba sangrando. Era mentira. Sin dirigirle la palabra, sus padres miraron el video entre risas acompañadas de lágrimas. Estaban rojos y le dijeron: «¡Inocente!».

Elías revivió este recuerdo al acariciar el borde del objeto que Lucrecia le ofrecía. ¿No lo pilláis todavía? ¿Tengo que seguir narrando tal barbarie? ¡Vaya lectores estáis hechos! ¡Que tenga yo que narrar estas cosas!

Y, ¿por qué tendría que narrarlas? ¿Acaso no soy yo dueño de este texto? Les narraré algo más agradable y quedarán tan satisfechos que no querrán saber el final de la historia de Elías el que tiembla. Quedarán, se lo digo, cautivados con la dulce Lucrecia.

Lucrecia no tenía, como Elías, una mamá y un papá que cuidasen de ella y que fueran a buscarla al terminar el colegio. Todos los días, al salir de clase, trotaba feliz, sonriente, llena de vida camino de su casa. Siempre (y siempre quiere siempre decir siempre) pasaba por un pradito que olía a mil maravillas y era tan colorido como los arcoíris que dibujaba en clase. Recogía con sus manitas unas cuantas flores y con su ramo dispuesto caminaba hasta su casa, donde su anciana abuela la esperaba con la comida hecha.

—¿Otra vez me traes flores? Hijita, que ya no tenemos jarrones donde ponerlas, se van a morir.

—No me importa, abuelita, quiero darte todas las flores del mundo aunque por ello se mueran.

Su abuela siempre la acariciaba con ternura y la decía que tenía las mejillas más sonrosadas de todas las niñas y que por eso era la más guapa. Comían y luego Lucrecia hacía los deberes mientras su abuela dormía la siesta. Luego salía a la calle a jugar.

De noche, mientras cenaban, Lucrecia le preguntó:

—Abuelita, ¿por qué yo no tengo papás?

Su abuela la miró con tristeza.

—¡Ay, hijita mía! No me hagas contarte estas cosas que no son buenas…

Y siguió comiendo el plato de cuchara.

Pero Lucrecia quería saber. ¿Por qué, me pregunto, se esmera tanto el ser humano en conocer las cosas malas?

—Abuelita, quiero saberlo… ¿Por qué no tengo una mamá?

Lucrecia vio que su abuela la miraba por primera vez con dureza.

—¡Ay, hijita! Tus padres tuvieron un accidente apenas habías tú nacido.

—¿Un accidente? ¿Qué clase de accidente, abuelita?

El recelo de su abuela era palpable.

—¡Ninguno! Come ya la sopa, que se enfría.

Pero Lucrecia, que era tan entrometida como vosotros, lectores, se cruzó de brazos y dijo:

—¡No! ¡Quiero saberlo! ¡Quiero saberlo!

—Cuando seas mayor, hijita…

—¡No!

—¡Sí!

La voz de su abuela era severa. Lucrecia arrugó la nariz y dijo:

—Nunca más te traeré flores, nunca, nunca, nunca.

Su abuela suspiró.

—Ay, hijita, ¿quieres saberlo?

Lucrecia asintió enérgicamente.

—Pues lo sabrás. ¡Ay, hijita, que tenga yo que contarte tales males! Bien sabes de siempre que las cosas de familia en la familia quedan; no quiero que vayas divulgando por el colegio lo que te voy a contar, ¿entendido?

—Entendido.

—Bien… Tus padres tuvieron un accidente, hijita.

—¡Eso ya me lo has dicho! ¿Qué accidente, abuelita?

—¡Ay, hijita! Cuando eras muy pequeña, y no tenías ni un año y no sabías andar ni hablar, ni leer ni escribir, vivías con tus padres. Tú dormías en una cuna de madera oscura en una habitación aparte. La recuerdo porque iba a verte siempre y te hacía arrumacos y caricias.

Las dos se sonrieron mutuamente.

Con la voz cascada por los años, la abuela de Lucrecia siguió narrando la fatídica historia que su nieta la obligaba a contar:

—Fue una noche como otra cualquiera; nadie podría haberlo sabido, hijita. Las calles eran oscuras, como siempre. Como siempre, estaban tranquilas, despejadas, y se podía pasear por ellas si lo querías sin peligro de que te pasara nada. Como en todas las casas, las luces de aquella en la que vivías se encendieron cuando cayó la noche, y sé que un ambiente familiar y de amor fluyó por vosotros hasta el último momento. ¡Ay, hijita! ¿Quién podría haberlo sabido? ¿Dónde estaban las señales? Tú te dormiste en tu cuna y tus padres en su habitación. Vuestra casa quedó en penumbra como todas las casas cuando sus habitantes se van a dormir.

—¿Y qué pasó, abuelita? ¿Cuál fue el accidente?

—Tus padres se durmieron, pero ya nunca despertaron, hijita.

De los ojos de su abuela dos lágrimas brillantes empezaron a deslizarse, atravesando grandes arrugas como abismos en la tierra. Cogió un cuchillo de la mesa.

—Entraron por la noche, hijita. ¡Ay! Yo no sé, no sé qué tratos o con qué gente se juntaban tus padres. Entraron en tu casa, hijita. Entraron cuando todas las luces estaban apagadas sin señal alguna de que fuera a suceder nada y…

¡PAM! Su abuela clavó el cuchillo en la mesa, dejándolo vertical entre las dos.

—… mataron a tus padres a sangre fría, hijita.

Lucrecia se quedó mirando el cuchillo fijamente, con los ojos muy abiertos. No vio a su abuelita llorar, ni dijo nada más y, si lo dijo, Lucrecia no la escuchó. Solo veía el cuchillo en la mesa y únicamente escuchaba el golpe sordo que este había provocado al clavarse en la mesa de madera, atravesando el mantel estampado con flores de todos los colores.

Al día siguiente, Lucrecia metió lo que necesitaba en la mochila y se fue al colegio luciendo sus mejillas sonrosadas, sabiendo que era la niña más guapa del colegio.

¿Qué?

¿Todavía quieren que les narre la fatídica historia de Elías? ¿No han tenido suficiente con que la abuela de Lucrecia narre una fatídica historia? ¿Tengo que hacerlo yo?

Está bien, pero no se me quejen después; yo hago mi trabajo, y hago constar que no me gusta la violencia. ¿Por dónde iba? ¡Oh, sí!

—Yo haré que dejes de temblar.

Elías había comenzado a escuchar la suave y dulce voz de Lucrecia que parecía venir de un sueño, como su piedra rectangular, y poco a poco había logrado calmarse y olvidar las barbaridades que sus tres acosadores le habían dicho. ¿De verdad estaba con ella? Sin su piedra todo le parecía un sueño. Pero era real, sin duda era real. Veía las flores que les rodeaban, de todos los colores, y olía sus olores y sentía su tacto en los brazos.

Acariciaba sin parar aquella superficie fría y metálica. Pasó los dedos por el filo y vio el rojo de las mejillas de Lucrecia brotar de sus dedos.

¿De verdad me van a hacer decirlo? ¿Acaso no pueden imaginarlo ustedes?

No.

Que no.

Les voy a decir dos cosas, lectores. La primera: no soy yo el cruel y perverso; soy un simple narrador al que le ha tocado la historia equivocada que contar y tengo la conciencia libre de peso. La segunda, que son ustedes los perversos por disfrutar de lo que se avecina. ¿Quieren que lo diga? ¿Quieren saber el final? Lo sabrán.

Al final, Elías dejó de temblar, tal y como Lucrecia había previsto. 






OJLC
 Original de Óscar Julián López Carpio
Escrito y firmado por Óscar Julián López Carpio
©Reservados todos los derechos

Comentarios

Nia ha dicho que…
Estupendo. Consejo: concreta un poco más las descripciones de situaciones o lugares. Muchos símiles. Pero estupendo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Muchísimas gracias por tu lectura y por tu consejo. Hace tiempo que procuro mejorar mis descripciones. Que te parezca estupendo me hace sentir muy satisfecho. Encantado de que me hayas leído.
Angie_dom ha dicho que…
Siento muchas sensaciones al terminar esta historia, pero creo que podré resumirlas en una sola palabra. Fantástica.
Fantástica la manera en que comenzaste el relato, en como lo dedarrollaste, en como me atrapó para saber que pasaba con Elías y Lucrecia, pero sobre todo como creas esa conexión con el lector de una manera tan fresca, desprocupada, y a la vez natural. Debo decir que es muy buen relato y que tienes una forma de escribir muy original. No lo pierdas ni intentes cambiarlo para adaptarte a uno que te puedan imponer, eso es lo que convierte tus escritos en tuyos. Me alegro mucho que me hayas sugerido ayer que pasara por tu blog,me has sorprendido... Angie_dom
Muchísimas gracias por leerme y por dejar tu comentario. Significan mucho para mí tus palabras, me complacen y me ayudan a mejorar como escritor. Jamás perderé mi manera de escribir pues no dejo de cultivarla cada día.

Me alegro de que la historia haya captado tu atención y me encanta el adjetivo que le has dado a mi relato para resumir esta historia: fantástica. No tengo palabras para demostrar todo mi agradecimiento.

Muchas gracias por leerme. Un abrazo.

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