□ MIRA ESTAS LUCES
Lucreciana sostenía una cajita blanca y pequeña, cuadrada y fina. Robb se colocó cerca de su hombro para apreciar aquel objeto. Las manos de Lucreciana se movieron para abrirla pero cuando sus dedos rozaron los bordes rápidamente ocultaron la caja.
—¿Qué es?
Robb parpadeó varias veces.
—¿Cómo que qué es?
—Te pregunto que qué es.
—Lucreciana…
—¡Venga! ¿No te he dicho que era un juego? Estamos jugando.
—De acuerdo. Responderé a tu pregunta. ¡Pf! Como si pudiera saberlo.
—Tú responde.
Robb pasó la vista del rostro de Lucreciana a sus manos cerradas alrededor de la cajita cuadrada. ¿Qué podría haber dentro?
—Mmm… veamos…
Lucreciana suspiraba de impaciencia. En un minuto
se concentró tanta intensidad por el compromiso de tener que decir algo que la
integridad de la imaginación de Robb ya estaba por los suelos. Finalmente, dijo:
—¿Son entradas para el Gran Teatro?
—No —respondió Lucreciana con soltura.
Robb empezó a probar.
—¿Son unos chicles de lujo?
—No.
—¿Es algo tecnológico?
—Sí.
—Algo tecnológico… veamos… Lucreciana, esa cajita
es muy pequeña para que sea algo tecnológico.
—No lo es.
—Sí lo es.
—Te digo que no, porque hay algo tecnológico en la
caja.
—No puede haber algo tecnológico en la caja porque
ningún tarado inventaría algo tan pequeño.
Lucreciana respiró hondo. A veces Robb se parecía
más a un burro que a una persona.
—Lo sabré yo mejor que tú, que lo he comprado.
Mira, voy a abrir la cajita porque me estás poniendo muy nerviosa, pero que
sepas que seguimos jugando.
Robb meneó los hombros.
—Como quieras. A mí todo esto me parece una
tontería.
—Tu pasividad me es desesperante, Robb.
Lucreciana despegó su mano de la superficie de la
cajita cuadrada y atrajo la atención de los ojos saltones de Robb. Le quitó
la tapa y la dejó a un lado, encima de la cama. En el interior de la
cajita había repartidos seis pequeños cubos de color blanco dispuestos de forma
regular y, a su lado, una plancha con muchos cuadrados de diversos colores.
—¿Qué es?
—Son luces.
—¿Luces? ¿Cómo bombillas en miniatura?
—Cuadrado. ¿Quieres que las pongamos?
—Cuadrado.
Se pusieron en marcha. Las seis pequeñas bombillas
cúbicas, decían las instrucciones, tenían que ser colocadas en el centro de
cada pared de la habitación. Solo había que encontrar ese punto, coger la
pequeña bombilla, apretarla un poco contra la pared y su material ligeramente
cáustico lo introduciría en ella. Así lo hicieron y, en menos de diez minutos,
habían colocado las seis bombillas: cuatro en el centro de cada pared, una en
el suelo y otra en el techo. Entonces apagaron la luz de la lámpara que
alumbraba el cuarto.
—Y ahora,
¿qué? —Preguntó Robb.
No hizo falta que Lucreciana respondiera. Pulsó
uno de los botones del mando y la habitación se iluminó con una luz blanca y
clara proyectada regularmente desde el centro de cada pared.
—¡Es fascinante! —Exclamó Robb.
—¿Verdad que sí? Te dije que te gustaría, pero tú
nunca le das una oportunidad a nada.
—Esta vez te daré una oportunidad, te lo has
ganado. Por cierto, ¿qué tiene que ver el juego con las luces?
—Bueno, Robb, jugaremos con las luces, obviamente.
—¿Y cuáles son las reglas?
Lucreciana se llevó el dedo índice al labio
inferior mientras pensaba un momento.
—Yo había pensado que hablásemos como lo hacemos
normalmente, que nos hagamos preguntas y dialoguemos. La única regla es que hay
que acompañar la conversación con el color que la corresponda.
—¿Y cómo sabremos qué color la corresponde?
—Seguro que lo sabemos.
—No estoy de acuerdo, Lucreciana. Por ejemplo, a
mí una conversación relajada y pacífica puede parecerme de color verde,
mientras que a ti puede parecerte amarilla, o vete tú a saber de qué color. Es
subjetivo.
—En ese caso…
—No entiendo por qué quieres hacer estas cosas.
Podríamos utilizar estas luces para relajarnos con un color suave o para una
fiesta. Podríamos invitar a nuestros amigos, Lucreciana. Podríamos…
El cuarto se llenó de rojo.
—¡Para ya de quejarte! Me has dicho que jugarías,
¡no faltes a tu palabra, obtuso!
Con el cuarto del color de la sangre, el rostro de
Lucreciana, arrugado por el enfado, daba auténtico terror.
—Está bien… juguemos.
El verde invadió la habitación.
—La segunda regla es esta: yo controlo los
colores. Así no hay discusiones por la subjetividad. ¿Entendido?
—Entendido.
—Cuadrado.
—Cuadrado.
Hubo un largo silencio en el que los dos trataban
de averiguar qué hacer, qué decir. Lucreciana temía perder la autoridad del
juego si este no avanzaba como se esperaba. Sin embargo, no encontraba el
camino por donde seguir ahora. Pulsó el botón amarillo.
—¿Qué quiere decir amarillo?
—Quiere decir que me aburre el silencio.
—Yo no sé qué decir.
—Yo tampoco… ¡Ya lo tengo, Robb! Pensemos en una
palabra cada uno y hablaremos de algo relacionado con las dos palabras.
—¿Y qué palabra digo?
—La que quieras.
De nuevo el silencio. Lucreciana apretó un botón
que aumentó la intensidad del color amarillo hasta el tono de la mostaza.
—¿La has pensado ya?
—Di la tuya primero.
—Burro. ¿La tuya?
—Luz.
—Luz y burro. ¡Muy bien! Ahora solo tenemos que
ponernos a hablar de algo relacionado con estas dos palabras. Por ejemplo, se me
viene a la mente un burro caminando de noche y lleva dos lámparas de energía a
los lados para alumbrar el camino. ¿Qué se te ocurre a ti?
—A mí nada. ¿Qué quieres que se me ocurra?
—No sé… algo… —La luz de la habitación cambió a un
azul triste—. Se supone que ibas a involucrarte en esto.
Robb se revolvió un poco en la cama.
—Creo que está muy bien lo que has pensado, pero,
¿qué quieres que diga de un burro con dos luces?
El azul de la habitación se oscureció.
—Robb… di algo, lo que sea, no hace falta que sea
sublime, solo que te involucres en esto… Me lo has prometido.
Robb se tumbó en la cama boca arriba.
—No creo que un burro vaya caminando solo por la
calle… Un hombre viejo lo acompaña. Los burros siempre son llevados por hombres
viejos.
Lucreciana dio unas palmaditas de celebración. La
luz de cuarto cambió al naranja.
—¡Muy bien! Y todos los hombres viejos van
acompañados de mujeres viejas.
—Cuadrado. Y no caminarían de noche si no les
hubieran obligado a salir de sus hogares.
—Cuadrado. ¡Triángulos! ¿Ves cómo no era tan
difícil?
—Es verdad. Venga, sigamos. ¿Por qué crees que
caminan de noche?
—A lo mejor están buscando algo.
—¿De noche? Si buscaran algo, lo suyo sería que lo
hicieran de día.
—No, obtuso, no me refiero a ese tipo de cosas.
Puede que estén buscando un lugar seguro. A lo mejor están huyendo y buscan su
camino.
—No lo sabemos… Tendríamos que haber pensado antes
en esto. ¿Cómo sabremos ahora de dónde vienen?
Hubo otro silencio. Lucreciana cambió el color de
las luces a un amarillo muy claro y se tumbó al lado de Robb. Ambos parecían
ocupados en sus divagaciones.
—Creo que nos hemos estancado —dijo finalmente
Robb.
—Y yo.
—Bueno, ¿se acabó el juego? —Preguntó
incorporándose un poco para mirar a Lucreciana a los ojos.
—¡No te rindas tan fácilmente! ¿Por qué no
pensamos otras dos palabras?
—De acuerdo —la respondió con desgana al tiempo
que se tumbaba de nuevo a su lado.
—Yo digo desgana.
—¿Desgana? Yo digo obligación.
—Obligación y desgana…
—Desgana y obligación…
Mientras saboreaban estas palabras, ambos trataban
de imaginar un pasado para los dos ancianos que caminaban con el burro. La luz
de la habitación oscureció tanto que quedó en penumbra.
De pronto, se encontraban hablando en la
oscuridad.
—Yo creo que él siempre estaría en casa aburrido y
sin decir nada. Me imagino al anciano en el sofá, sin tan siquiera leer un
libro, comiendo todo tipo de cubos basura, en babia como él solo, simple e
intrascendente. ¿Te lo imaginas tú así?
—Supongo… Yo la veo a ella preocupada por todo.
Cuando vivían en su casa, pues suponemos que ya no lo hacen, le controlaba las
comidas, los movimientos, le obligaba a dar paseos y a visitar parientes que no
le importaban. ¡Triángulos! ¿No crees que podrían estar yendo a visitar a un
pariente lejano?
—No lo creo… Además, hemos dicho que les han
echado de su casa.
—Triángulos, es cierto.
De repente la luz cambió a un irradiante destello
claro y blanco que iluminó toda la habitación.
—¡Ya lo tengo! —Dijo Lucreciana—. La casa se caía
a cachos y, a pesar de tener la obligación de arreglarla, el viejo era tan
desganado que finalmente la casa se les cayó encima y tuvieron que huir en
busca de otro hogar.
A Robb no le gustó mucho esa idea.
—¿Y por qué no la arregló su anciana esposa? Ella
también podría haberlo hecho.
—Dame una palabra.
—Presunción.
—El viejo la convencía de que no pasaba nada, no
porque lo pensase realmente, sino porque le daba desgana de que la arreglase su
mujer por el ajetreo que conllevan las obras. Su presunción de que no pasaba
nada les llevó a perder su casa.
—Dame una palabra.
—Historia.
—¿Historia? No puedo imaginar nada con esa
palabra.
—Sí que puedes. Podrías decir que…
—¿Sabes? —Robb parecía enfadado—. Si tan bien se
te da, juega tú sola.
Antes de que Lucreciana pudiera decir palabra,
Robb se había levantado de la cama y había salido de la habitación con la
suerte de haber pisado el mando de colores con el pie. Un azul triste y
melancólico es lo único que quedó de él en la habitación.
—¿Qué habré dicho? —Se preguntó Lucreciana.
Comentarios
Me alegro muchísimo de que te guste. Muchas gracias por leerme y por tu comentario, me ayuda a mejorar como escritor.
Saludos.
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