□ EL HIJO DE GLUM

Érase una vez un reino en un tablero de ajedrez que, cobrando vida en él sus piezas desde muy antiguas edades, adquirió las características que hacen posible eso que llamamos existencia, y eso otro que calificamos como estar vivo, y llegó así el Reino del Ajedrez hasta muy lejanas eras en el tiempo, y siendo muy próspero no murió, y nunca ningún poeta del reino escribió en sus versos que el tiempo era viejo.

El porvenir hizo caer por esos lares a dos descabellados hombres de pelo en pecho; bueno, el porvenir o un ser que camina por entre los mundos, todo sea dicho. Pero estos hombres no vivieron mucho; se ahogaron al no encontrar oxígeno en el aire.

Glum, al ver este milagro que nunca antes hubo presenciado, investigó el asunto y el porqué de aquella inadaptación al ambiente, mas pensó que sin duda había sido lo mejor para esos dos darse por muertos de una vez, que ya trató él por mucho tiempo, trastabillando, de colocar al malhablado Roberto y al anhelante Julio en algún retazo de historia, y que por los redondeles del antojo que no encajan en ninguna.

Una vez muertos, en medio de aquel recóndito escondite donde nadie les veía, Glum meditó largo y tendido sobre qué habría de hacer ahora con el caso, que no era otro que los dos cuerpos muertos que tenía enfrente. Recordando halló ciertos rituales que allá por los lejanos mundos vio alguna vez, y pensó si no sería conveniente practicar uno con ellos, en particular aquel que de su tierra y mundo se tratase. Y en no más de cinco días Roberto y Julio fueron enterrados por Glum, que hubo de encargarse de excavar los hoyos y esculpir las lápidas.

Una vez celebrada la ceremonia, y sin remordimientos por el crimen cometido, desapareció de allí, sin preocuparse por que los habitantes del Tablero de Ajedrez descubrieran las dos lápidas. Mas las piezas de ajedrez son poco curiosas, muy temerosas de perder la vida y no se mueven de donde están a la ligera, por miedo a algún peligro que las acometa, y ha de saberse que las sepulturas de Roberto y Julio nunca fueron exhumadas por ningún habitante del Tablero, pasase por el lugar o no.

Sin nadie de quien ocuparse ni entretenimiento a qué atenerse, Glum vagó por entre los mundos, esperanzado de encontrar alguna diversión. Mas encontró muy pronto, y muchas, en cantidades indecentes, pues en los nuevos horizontes, como él siempre decía, había nuevos soñadores.

¿Pero qué sucedía al ser él el soñador de todos sus horizontes? Encontraba diversión en sí mismo y en la reflexión, pero no encontraba, por entre los mundos, ser alguno que no fuera él mismo. Él y nadie más. Él y su omnipotencia. Él y todo cuanto él podía crear. ¿No eran acaso todas las cosas que creaba él mismo? ¿Manaba de él todo el universo? Estas y otras preguntas todavía más dificultosas de contestar se amontonaban en su cabeza de tal manera que se convirtieron en obsesión para él, y llegó Glum a creer que todo cuanto había era parte de su ser, de él y de sus bilocaciones que, al mismo tiempo y de las mismas formas, eran él. Muy desdichado le hizo sentirse este pensamiento pues empezó a dar con todos los mundos como irreales e imaginarios, como faltos de ser, de esencia, y llegó hasta a plantearse un experimento que le proporcionaría la verdad a cambio de unas consecuencias horrorosas. ¡Qué ideas, qué ideas entraron en su cabeza en aquel instante, todas ellas venidas de aquel fastidioso momento en que encontraron la muerte Roberto y Julio! ¿Pues no vino a preguntarse si no sería él mismo un mortal y que había de buscar muerte, con su hallazgo incluido? ¡Qué ideas tan terrenales para una mente tan elevada!

El cómo fue algo que pensó mucho tiempo, como era debido. Sin prisa ninguna pasó largos años con tal pregunta en la memoria, tratando de sacar respuesta para ella en todo cuanto había a su alrededor.

Un buen día que pasaba por un mundo se cansó de esperar la respuesta perfecta y le preguntó a un aldeano que pasaba:

—Disculpe, caminante, hágame caso un momento, que tal vez usted pueda resolverme una duda que me carcome hace mucho tiempo ya.

El hombre, viéndose asaltado tan de pronto por un ser tan arrugado y pacífico, no pudo hacer otra cosa que no fuera mostrar respeto, creyéndole anciano, y preguntar qué era ese pensamiento que le daba vueltas a la cabeza. Respondió Glum así:

—Pues mire, caminante, que yo por mucho que he viajado, no he encontrado manera de darme muerte ninguna, y no me viene la idea de cómo hacerlo, ni me sobresalta de improviso como a algunos que he conocido, que de un segundo a otro les cambió el estado, tan rápido como deja de llover. Caminante, haga uso para mí de su imaginación y dígame, ¿cómo puedo yo matarme?

El aldeano, cogiendo de nuevo su carga, le respondió: —Mire que hay muchos que querrían llegar a su edad y no se andarían con parrafadas de pensamientos de ese estilo, sino con otras que de más días hablan. Sea usted paciente como ha sido hasta ahora en su vida, buen hombre, que su rostro me demuestra que ha vivido pacífico, y ya el porvenir y la providencia le darán la hora; y no insista, que no quisiera ser yo cómplice de homicidio.

Y con esto dicho, el aldeano pasó de largo. No había andado mucho de allí cuando Glum le cogió y le llevó lejos de su tierra y de su mundo, lejos como solo Glum podía saber. Se descubrió luego que el hombre que había secuestrado tenía por nombre Eltren y por apellido Roncellín, y con Eltren Roncellín investigó Glum las razones de la muerte y sus causas, y de esta manera los caminos para llegar a ella. ¡Desdichado el pobre Eltren Roncellín, pues antes de ser capturado se preguntaba cómo haría para vivir tantos años como el anciano que segundos antes le había acontecido! Con cuarenta y dos fue su final, impensable y doloroso final, del que sacó Glum no menos dolorosas conclusiones, entre ellas que para matarse a sí mismo haría falta mucho más que un ser humano y mucho más de lo que para matar a un ser humano hace falta. No fue esto de su agrado, y durante otros muchos años que no fueron contados Glum caviló otra solución a su problema, tras todos los cuales llegó a una firme conclusión:             que era hora de tener un hijo suyo para conocerlo y para conocerse a sí mismo, a la manera que los seres humanos tienen hijos en sus mundos, que parece que el legado del padre lo continúa el hijo, y que de esta manera guardan el linaje durante muchos años y conservan características esenciales como una marca en la piel o la fuerza de un brazo, que así la del padre es la del hijo. Si su hijo heredaba sus facultades, se decía Glum, no sería muy dificultoso darse muerte prontamente.

Para este propósito Glum visitó distintos mundos y caminó durante muchos largos años. Ciertos seres vivos, en según qué mundos que encontraba, le parecían asemejarse a él y a su anatomía; algunos poseían una piel escamosa, muy similar a la suya; otros eran de su misma altura y algunos hasta se movían con la misma parsimonia que él, mas, por muchos intentos y muy rigurosos que hizo para darse descendencia, de muchas maneras, llegando a exprimir su creatividad hasta límites que nunca habría imaginado, no logró nunca gestar su ansiado retoño. Con mucha tristeza y envidia se adentraba Glum en esta época de su vida en los mundos para observar la vida de los seres humanos, para ver sus descendencias y su evolución en el tiempo. Había lugares en los que las familias llegaban a componerse de catorce retoños, con sus diferentes edades y rasgos genéticos, que Glum apreciaba desde el deseo de descubrir él algún día en una criaturita las señales que demostraran ser, indudablemente, su hijo, como la mujer con rizos que miraba amorosa a su niña con las mismas ondulaciones en el cabello, o como el padre mudo que no escucha palabra de su hijo así amordazado por su herencia. Gran pesar cayó en el corazón de Glum, y lo siguieron muchos años de desesperación vagabundeando por entre los mundos, en los cuales fue la noche de entre los mundos, la oscuridad emanante del pesaroso, del triste y solitario Glum…

Pero no puede ser eterno el pesar y el dolor si el tiempo es eterno, y si los dolores y pesares duraran eternamente temprana sería la muerte de los tiempos, que poca falta harían en tan desesperado supuesto. Y así, pasados muchos siglos, muchísimos milenios e incontables eones caminados por Glum en los caminos de entre los mundos, algo de esperanza, un pequeño rayo verde en un corazón machacado, alumbró un nuevo día y, con él, una nueva idea, tan brillante y perfecta como la luz del sol entre las nubes. Con esta esperanza avivando los ánimos, Glum volvió a visitar los mundos que tan cambiados encontraba después de tanto tiempo, decidido a adoptar como hijo suyo a un ser humano que le pareciera bien para el caso.

No muy lejos de allí había un mundo joven y hermoso en paisajes y laderas, fértil y donde ya se habían asentado varias civilizaciones. En este mundo puso Glum el ojo y, oculto en el fondo del océano, que los habitantes de aquel mundo llamaban Mar del Piélago, escudriñó las gentes en busca de un ser humano que fuera de su agrado, mas dándose cuenta de que un padre o una madre no han de elegir a su propio retoño, decidió llamar y tomar como suyo al primero que escuchase. Lo que entonces aconteció es más de ver en esta historia popular de la que dejo constancia seguidamente, pues no podía pasar desapercibida la extraña desaparición de tan querido habitante.

 

En una vieja y oscura tasca marinera, cerca del faro de El Grau, una navegante fornida estaba contando al resto una historia vivida en el mar:

—El viento soplaba del norte impidiéndonos a mi tripulación y a mí acercarnos a la costa. La cosa por el día, pescando con las redes, no había sido fácil; todo él tuvimos que aguantar un fuerte chaparrón de una nube desprendida de la Gran Masa. Mi segunda de a bordo me advirtió cuando la vio, pero yo no le hice caso; ahora veo que pudo costarnos la vida. Ya lo dice bien nuestro refranero regulano: «contradice a tu segundo si quieres un difunto». Yo no estaba para refranes aquel día, quería terminar la faena, vender la mercancía y olvidarme un tiempo de la mar. El viento del norte nos desvió un poco durante el día y, viendo que la pesca no iba mal, no hicimos caso del extravío. Pero como iba diciendo, cuando el sol cegador se escondía bajo el piélago un viento huracanado nos hizo alejarnos muchas leguas. Nos arrastraba una tormenta que acababa de comenzar y la lluvia mojaba los maderos del barco. Las velas eran inservibles con aquel viento tan contrario como impredecible; los remos no servían para ganar en fuerza a las agresivas corrientes que nos arrastraban; las anclas no tocaban fondo, temerosas. Y esto fue lo que más nos inquietó, pues al saber que ni aún con toda nuestra cuerda alcanzábamos a enganchar algún peñasco, imaginamos el peor de los destinos. No voy a contar los detalles de aquella oscura noche; baste decir que tres cayeron manteniendo el barco a flote con la fuerza de sus propias manos en los cabos. Pero tras horas de lluviosa tormenta, el sol asomó por el sur y el mar se calmó. El gran azul se inflaba y desinflaba débilmente, y así, las olas dejaron de amedrentarnos. La calma llegó. El agua era cristalina. De pronto lo vi, posando su cara en el reflejo de la mía: era Bart, el Bart de la leyenda popular, el que llaman El Profundo, y me señaló con su dedo arrugado y blanco el camino; entonces se hundió. Efectivamente me mostró hacia dónde había de volver, y un mes después aquí estoy, contándoos esta terrible historia.

—¡Tonterías, pamplinas, y de las gordas! ¿Te refieres a Bart, el mismo Bart que desapareció hace ochenta años? ¿El mismo Bart de la historia que utilizamos para que los niños no se metan hondo en el agua y que no se ahoguen? Querida, creo que el mar te ha hecho perder el juicio —comentó uno de los comensales.

—Hay historias que cuentan que Bart no murió aquel día, sino que vive aún en el fondo oceánico —añadió otro.

—Sí —afirmó la navegante—, incluso hay marineros que afirman haber escuchado una voz oculta en el sonido de las olas. Dicen que podría ser Bart pidiendo auxilio desde el fondo de la mar.

—O avisando de peligros; cuando los barcos se alejan tanto que llegan al piélago ya nunca vuelven.

—¡Historias de viejos, tonterías de niños! Sin embargo, y esto lo digo más por poner de manifiesto la ingeniosa imaginación que los marineros y marineras desarrollan con sus largos períodos en alta mar, mi padre, que trabajó en barcos y era muy sabio, siempre contaba que había voces en el piélago que te avisaban de que estabas yendo demasiado lejos, y que aquellos barcos que no atendían a tales consejos nunca volvían. Esto me lo decía con la esperanza de que fuese marinero como él, pero por lo santo regular que ni soy marinero, ni lo quiero ser.

—Y bien poco me importa —respondió la navegante con bordería—, pero entiendo a lo que quieres llegar: que desde que Bart desapareció hace ochenta años, su nombre ha sido objeto de historias fantásticas que transcurren en la mar.

—Y no es para menos.

—Pues no. ¡Triángulos! Me gustaría tener otro oficio que no requiriera tanto esfuerzo y sacrificio, que cualquier día no volvéis a verme el pelo a mí junto con otras cuarenta de mi tripulación. O, ya que no puedo librarme de este barco anclado a mi vida, me gustaría saber lo que sucedió aquel día con Bart, el porqué de su desaparición, pues hubo de ser muy de ver habiendo llegado su leyenda hasta nuestros días.

El resto de comensales opinaron lo mismo, mas no pudiendo averiguar lo que hacía ya tantos años había ocurrido, callaron durante un rato. Entonces una voz se elevó desde el otro lado de la sombría tasca:

—Yo podría contaros esa historia con pelos y señales.

Todos miraron y vieron a una mujer sentada en un rincón oscuro. Llevaba un capuchón que ocultaba sus ojos. Se acercó a la mesa y, sin preguntar, cogió un taburete y se sentó en él trayendo consigo una bebida en la mano. Todos la miraron, expectantes, y descubrieron un rostro joven bajo aquel capuchón.

—¿Y cómo puedes saber tú lo que pasó aquel día? Ninguno de los que estamos aquí pudo verlo; sucedió hace más de ochenta años.

En la tasca todo era oscuro y apenas se veían unos a otros, lo que dio un tono mucho más misterioso a lo que dijo a continuación la mujer: —Yo… no vi lo que sucedió, pero lo sé porque me lo contó mi abuela.

—¿Y se puede saber quién es tu abuela?

—Mi abuela es la hermana pequeña de Bart, y lo vio todo, todo… Ella nos contó la historia a mi madre y a mí.

Esta revelación, que bien preocupaba a la misteriosa mujer, no hizo sino agravar el interés de todos los comensales, que sin quejas callaban, esperando la historia.

—Era un día cualquiera de hace ochenta años. Mifu, mi abuela, Bart y sus padres, mis bisabuelos, fueron a la playa a pasar el día. Todo transcurría normalmente; hacía calor y las familias se amontonaban en la arena con sus toallas cuadradas y sus sombrillas regulares. Bart y Mifu tomaron la merienda y estuvieron jugando en el agua un rato; entonces Mifu se salió del agua y Bart se quedó dentro. Mi abuela siempre me decía que no pensó que pudiera ocurrir algo así cuando lo miraba, sentada en su toalla. Bart se sumergía y emergía, jugando consigo mismo, disfrutando del agua, inocente. Poco a poco, casi imperceptiblemente, se fue alejando, sumergiéndose más y más, hasta que, habiéndose despistado solo un momento, Mifu dejó de reconocer la figura de su hermano en la lejanía. Rato más tarde supo que pasaba algo por el rostro comprimido de sus padres, y lo peor llegó con el llanto de su madre, que anunciaba la desgracia. Bart no estaba por ningún lado, y nadie le ha vuelto a ver.

Hubo un silencio, hasta que alguien dijo:

—¿Pero entonces, Bart murió o sigue vivo en las profundidades? ¿Se ahogó en el mar o le arrastró la marea?

—No lo sé.

—¡Pues vaya historia! Para mí que te la has inventado. ¡Todos sabemos que Bart se perdió en el mar! No nos cuentas nada nuevo.

Y con estas quejas, el círculo se fue disolviendo hasta que finalmente quedaron en la mesa la navegante y la mujer misteriosa. Las dos bebieron en silencio, inmersas en sus propios pensamientos, cuando de repente la marinera escuchó un gemido.

—¿Estás llorando? —Le preguntó a la mujer misteriosa.

—No.

—¿Es por lo de tu tío abuelo?

—No.

—Mira que las penas no se ahogan en un vaso solo, que es bien sabido que hace falta una compañera de barra y de lágrimas. Voy a repetirte la pregunta, ¿es por lo de tu tío abuelo?

—Sí.

—Entiendo. Te entiendo perfectamente. Esta gente tacha las historias verdaderas por falsas y las falsas por verdaderas; es normal y entendible que te duela que no respeten las memorias de tu abuela.

—Si fueran esas las memorias…

La mujer misteriosa alzó los llorosos ojos y la navegante, viéndola, la sonrió. —Venga, que te invito a una pinta —dijo, procurando animarla un poco.

—No, gracias. Creo que me voy —respondió la mujer misteriosa al tiempo que se levantaba de la mesa.

—Espera, dime tu nombre, por si nos volvemos a ver.

—Mif… Miranda.

—Yo soy Rosal, encantada —se presentaó, sonriendo todavía.

—Encantada. Adiós. —Se despidió Miranda, y se fue, muy deprisa y muy triste.

 

Estas historias que por las tascas marineras circulan, verdaderas o no, son a causa de lo que Glum dispuso para hacerse un hijo; y es que, hace ochenta años en este mundo, Glum llamó desde el fondo del mar, más allá del piélago, y Bart, que en ese momento se bañaba en la playa, escuchó su voz a través de las olas. Movido por una fuerza superior a él y maravillado por los conocimientos que entre las olas encontraba siguió su rastro, adentrándose más y más en el mar; primero andando, luego nadando hasta extenuarse y, finalmente, arrastrado por la marea mar adentro largas leguas para después sumergirse en lo más hondo. En las oscuras y negras profundidades marinas esperaba Glum a su nuevo hijo, que descendía lentamente hacia el abismo. Alguien había escuchado, y ya estaba aquí. Al fin se produjo el primer encuentro, y ambos se vieron.

—Has viajado mucho hasta llegar aquí, hijo mío; he viajado mucho hasta llegar aquí, mi hijo, mas al fin te tengo, al fin eres mío, y podré enseñarte todo lo que sé.

Y este fue el primer encuentro que tuvo Glum con su hijo. Ahora pasarían muchos años aprendiendo y caminando por entre los mundos. Al fin Glum tenía un propósito, al fin tenía alguien que aspirara a ser como él, alguien que aliviara su soledad y heredase todo lo que él era.





OJLC
 Original de Óscar Julián López Carpio
Escrito y firmado por Óscar Julián López Carpio
©Reservados todos los derechos

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