□ MAR MARILLA
Allá cuando era joven todavía, Glum ya caminaba reposadamente, sin
pertenencias, por entre los mundos. Nos encontramos en un tiempo en el que ni
si quiera necesitaba de su bastón; en un tiempo en el que su piel escamosa
recibía, todavía tersa, los rayos de los soles, lunas y luces misteriosas de
entre los mundos. Su grave color pantanoso característico era a esta edad suya
un fino verde claro y su paso… bueno, su paso seguía siendo el mismo, lento y
sereno.
¿Cómo describir los
parajes de entre los mundos? Yo, que soy relator, no he visto ni veré un mundo
que no sea el mío. De la misma manera que no puedo describir un color que nunca
he visto no puedo nombrar lo nunca nombrado. En cualquier caso, el lector ha de
saber que los caminos de entre los mundos son paisajes raros y mal definidos
por la naturaleza, desligados de todo lo ligable, aceites en el agua y curvas
en lo recto. Dejo a la imaginación del lector la tarea de imaginar para este
contexto todo lo inimaginable, todo lo que no pueda ser en su mundo, de manera
que cree él mismo su propio espacio de entre mundos que, ya he dicho, cuanto
más imposible se antoje, más aproximado estará de la realidad.
Por estos lugares
imposibles para nosotros, los seres imaginativos, camina Glum a diario, pues es
acostumbrado en toda criatura que, en cierto momento de su vida, se realicen
los actos naturales relativos a la especie y, así, siendo Glum de la especie de
los caminantes de entre mundos, un buen día empezó a caminar y no paró. De esta
suerte llegó aquí, con su lento caminar, un pasito y luego otro, tan sereno
como joven; de esta suerte llegó en el momento preciso al lugar indicado. Abrió
mucho los ojos y estiró su cuello todo lo que pudo para ver mejor. ¿Era aquello
que veía otra criatura?
La observó largo
rato manteniendo la expresión. A lo lejos, en la base de una colina, una
criatura se movía bajo dos árboles. Distinguía, a través de los pequeños y
apretados claros que dejaban las ramas, el movimiento rosado de algo. ¡Qué curiosidad! ¿Iría?
Con mucho cuidado
de no hacer ruido, Glum se acopla a la marcha por el lado izquierdo. Mantiene
los ojos en el suelo, en señal de respeto. El ritmo que mantiene la extraña
criatura al andar es cómodo para el cuerpo de Glum, pero los sonidos marcados
de su respiración le revelan que la marcha no es tan sencilla para la criatura.
Empero, Glum camina a su lado, respetuoso, y la criatura hace lo mismo.
Glum trata de
percibir qué le sucede a la pobre criatura. ¿Por qué camina sola por entre los
mundos? ¿Tiene algún problema en la respiración? ¿Será como él? ¿Quién es?
Se otorga, pues, el
primer privilegio del día. Por lo general, Glum se concede a sí mismo poderes
constantemente. Piensa que así evita actuar indebidamente. En cualquier caso,
echa un vistazo a su silenciosa acompañante.
Su cuerpo es de un
color rosado sin escamas. En su cabeza crece un pelo muy oscuro que cubre su
rostro. Mantiene su figura encorvada malamente, inclinada hacia delante como
queriendo recoger algo del suelo. De esta mala postura ha heredado una joroba y
marcas de huesos en su desnutrida complexión. Cuando los ojos de Glum llegan a
sus pies se revela la causa de su mala postura: dos árboles, uno en cada pie,
crecen desde sus talones hacia arriba. Dos gruesos troncos grises y nudosos,
bajos, que dan paso a una espesura de ramas retorcidas y anudadas entre sí
obligan a la criatura a mantenerse doblada y a arrastrar los pies bajo el peso
de los árboles.
Viendo Glum la
causa de su cansancio deja a un lado la diligencia y la educación y se planta
ante ella:
—Señora criatura,
creo que no se ha dado usted cuenta de que lleva dos árboles a rastras sembrados
en sus talones.
Ve entonces el
rostro de esta que le mira cansado, con el gesto desesperado. Abre la criatura
los ojos al descubrir un ser vivo caminando, como ella, por entre los mundos.
Sin dejar de arrastrar
los pies, aparta a Glum con dos brazos huesudos y sucios y dice:
—Por supuesto que
me he dado cuenta.
—¿Y por qué los
lleva ahí? ¿No es incómodo? —Pregunta Glum situándose de nuevo a la izquierda
para caminar a su lado.
—¿Qué si son
incómodos? ¡Ah! ¡No lo sabes tú bien! Pinchan como una mala prenda y pesan como
un muerto. No me dejan levantar los pies y me mantienen encorvada todo el día.
Además, desde hace tiempo su crecimiento llegó al punto de taparme la luz que
viene del cénit… ya no hay destello que roce mi ser.
—Comprendo. ¿Y por
qué llevas, viajera, dos árboles plantados en tus talones?
—Es… mi penitencia
—dijo la criatura al tiempo que se paraba y se quedaba mirando sus pies.
Entonces flexionó las rodillas tratando de sentarse de alguna manera, pero los
troncos se lo impedían. Finalmente encontró una postura, algo rebuscada tal
vez, probablemente nada cómoda, pero en ella se quedó y Glum se sentó frente a
ella, y bajo la sombra de las espesas hojas enredadas de ambos árboles se miraron.
Parecía
concentrada, con la frente arrugada y la mirada perdida en el entorno desértico
y mal definido que les rodeaba, como si recordara. La boca de Glum se ensanchó
al presentir una historia y la mujer penitente comenzó:
—Cuando era niña
—dijo, mientras proyectaba en sus propios ojos, que parecían escudriñar la
nada, sus recuerdos— jugaba con los otros niños y niñas de la aldea en un
bosque cercano. El escondite era nuestro juego favorito. Nos escondíamos encima
y debajo de los árboles, cubriéndonos de hojas y tratando de no hacer ruido al
andar. Nuestros padres nos contaban historias sobre el pantano y nunca nos
acercábamos. Decían que narraba la leyenda: «Del Pantano del Bosque vienen los
niños a vivir con sus madres y padres. Los niños malos que se acercan a él se
pierden para siempre y nacen de nuevo en otra familia. Nunca debe un niño o una
niña acercarse al Pantano del Bosque, jamás». Y no lo hacíamos.
—Vaya, viajera, es
fascinante. Prosigue, ¿cuál era tu nombre de niña?
—Mar. Marilla, me
llamaban mis padres.
Glum asentía, con
los ojos muy fijos en los ojos de Mar Marilla.
—¿Y qué te sucedió,
Mar, Marilla?
—Me perdí en el
pantano. No me di cuenta. Sin embargo, recuerdo del sueño que fue toda la
experiencia una voz. Al principio era solo el timbre, lo característico. A
medida que yo avanzaba la voz fue cobrando forma. «E…» Constante, era
constante, Caminante.
Silencio. ¿Qué ha
dicho?
—¿Cómo has dicho?
¿Sabes quién soy?
—Para llegar a
donde yo he llegado, para habernos encontrado donde nos hemos encontrado hay
que haber viajado mucho. Yo llegaba a pensar que nunca volvería a hablar con
nadie, ni tampoco creí de niña que hablaría con alguien como usted, Caminante,
pese a la imaginación de que goza la infancia.
—¿Cómo sabes que
soy un Caminante? —La interrogó Glum—. ¿Hay más seres como yo? ¿Has conocido a
más como yo? —Sus ojos achinados inspeccionaron a su anfitriona—. ¿Eres una
Caminante como yo, Mar, Marilla?
En el rostro de Mar
Marilla brilló por un instante una luz que hace mucho tiempo perdiera cuando
era niña. La inocencia de Glum la hizo reír.
—Ambos caminamos,
ambos pensamos y ambos reflexionamos en la eternidad del espacio de entre los mundos,
Caminante, pero no, yo no soy como tú. Tan solo soy una criatura con una
penitencia que la mantiene atada a la vida. He conocido lugares horrorosos,
enloquecedores, misteriosos, pero nunca he visto a nadie; eres la primera
criatura con la que hablo desde aquel fatídico día. Si quieres saber,
Caminante, cómo conozco tu condición, te diré que hay conocimientos que no se adquieren
hablando con otras criaturas, ni viendo, ni escuchando, ni tocando. Hay
conocimientos, Caminante, que con el caminar y con el tiempo le llega a una a
la memoria, como una sencilla operación matemática que realizamos cada día pero
que nunca hemos plasmado por escrito. Pero no eres tú quien me concierne.
Mar Marilla hizo
una pequeña pausa para echar un vistazo a la cabeza llana y pequeña de Glum.
Aunque no encontró orejas, pronunció de nuevo con tono grave:
—«E…». ¿Sabe? Era
una canción, pero no se escuchaba como se escuchan las canciones. «E…». Por sí
mismo, el nombre canta una canción al ser pensado, escuchado. «E…». Un árbol
sombreaba el agua del pantano y yo estaba lo suficientemente lejos como para verlo.
Me sentía como si fuera a encontrar una moneda en cualquier momento; había
olvidado el juego del escondite, había olvidado a mis amigos y me había
olvidado de los cuentos que sabía sobre el pantano. Sonreí, inocente, en todo
momento. «E…». Lo escuchaba sin parar. Escuchaba a otros niños cantar su canción. Yo flotaba, como en un sueño
y, de pronto: «¡Qué haces aquí! ¡Qué engaños, qué asuntos, qué inconsciencia te
ha traído aquí!». Pensé que era una voz infernal… ya ve si era inocente,
Caminante, que, al escuchar esa voz, pensé que me resultaba infernal. Y, al
tiempo: «E… E…». Yo me acerqué al agua, como hipnotizada. Había un claro
redondo de agua limpia entre el fango del pantano que brillaba como la plata.
He aquí mi moneda; su brillo es lo último que vi de mi mundo, su brillo fue lo
último que hice en él… Unas manos o, tal vez, unas ramas retorcidas o unas
raíces ramificadas metieron mi cabeza en el agua. «¡Qué engaños te han traído
aquí!».
Mar Marilla se
quedó callada. Sus ojos azules oscuros como la profundidad del océano escudriñaban
el vacío; parecía alejada, afligida, ida. Una pequeña brisa sacudió las ramas
de sus árboles que chirriaron como las patas hastiadas de un grillo.
—La inocencia no me
salvó. «Hasta el día en que un niño coma del fruto de tu semilla vagarás penitente
arrastrando dos árboles tras de ti». E… sembró sendos árboles en mis talones y
me condenó a andar hasta que se cumpliera la profecía.
—Conque una
profecía… —repitió Glum, saboreando sus propias palabras.
Mar Marilla le
miraba pidiendo compasión. Los troncos crujieron cuando esta se tiró al suelo,
sacudiendo sus ramas. Se acercó al él de rodillas, mirándolo fijamente, moviendo
junto a ella los dos árboles sobre sus cabezas que se meneaban a izquierda y
derecha presos de un terremoto en la tierra que habitan.
—Tú eres un
Caminante. ¿No puedes ayudarme? Haz algo por mí, te lo pido. Ve a mi mundo, a
mi casa, a mi madre. Dila que la quiero, por favor. ¡Por favor, necesito ayuda!
¡Ve, ve! ¡Ve y ayúdame a salir de aquí!
Glum, que se había
apartado de la triste y decaída penitente, la dijo:
—Yo no puedo volver
al tiempo pasado, Mar, Marilla. Conoces cosas, has viajado mucho tiempo por
entre los mundos. Sabes que todo aquello ya ha pasado, ¿verdad? Dilo, Mar,
Marilla.
—Es doloroso para
mí…
—No importa; bien
lo sabes.
—Está bien… lo
diré. Ese mundo ya fue hace mucho tiempo. Mi mundo ya fue hace mucho tiempo. La
aldea, los juguetes, mi madre, los otros niños y niñas… Todo ya fue hace mucho
tiempo…
—Y nunca volverá,
Mar, Marilla.
Mar Marilla lloró
amargamente, con la respiración agitada, sola en el espacio de entre los
mundos, sin la posibilidad de tumbarse, obligada, para siempre, a portar dos
árboles en sus talones. «E…» escuchaba, como de cría, en su cabeza.
—Nada determina lo
que le toca vivir a un ser que vive —sentenció Glum y, seguidamente—; nada,
sino la propia determinación que es sucedida al vivir cualquier presente.
Cuando Mar Marilla
levantó la cabeza Glum ya no estaba y, penitente, siguió vagando por entre los
mundos.
***
Glum siguió caminando por entre los mundos como siempre había hecho. Se
agachó a recoger algo que había en el suelo. Parecía la semilla de un árbol.
Era del tamaño de su mano, oscura y plagada de pinchos a su alrededor. La
guardó; si ayudaba a Mar Marilla a completar su profecía tal vez descubriese
más cosas sobre ese ser.
«E…» piensa
mientras camina despacio, a paso de tortuga, por los caminos borrosos y
difuminados de entre los mundos.
OJLC
Original de Óscar Julián López Carpio
Escrito y firmado por Óscar Julián López Carpio
©Reservados todos los derechos
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